Arte y arquitectura se entrelazan en una obra escultórica en el oriente antioqueño

Esta casa ubicada en el oriente antioqueño es, al mismo tiempo, una galería y una residencia. Aquí arquitectura y arte borran sus límites.  

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La arquitectura es una profesión inestable. Se mueve y atraviesa ámbitos técnicos, estéticos, sociales, urbanos, económicos y legales. Una de las discusiones más recurrentes sobre este tema se centra en la cercanía que tiene con el arte. Es difícil negar que ambas disciplinas comparten un quehacer que surge desde las formas, los materiales, el color y la espacialidad. Sin embargo, son diferentes en tanto que la primera tiene una condición utilitaria.

      

Es lo que los arquitectos llamamos función, lo que la separa –en el sentido tradicional– del terreno de lo artístico. Para Adolf Loos, un célebre arquitecto austriaco de principios del siglo veinte, la única arquitectura que puede pertenecer al campo del arte es la del monumento, aquella que no se habita. Aun así, la colaboración entre ambas resulta muy usual y suele producir construcciones que amplifican la naturaleza plástica de la arquitectura.

Esta es la casa de un amante del arte. Las búsquedas e intereses del proyecto se asientan precisamente en el punto en el que las dos disciplinas se tocan. Diseñada por el arquitecto antioqueño Javier Vera y ubicada en el oriente antioqueño, la residencia se emplaza en un lote que limita con una arboleda. La forma elemental de los volúmenes se define y gira a partir de la presencia de los árboles, plegándose para incorporarlos e integrar la sombra que arrojan a la atmósfera del proyecto.

Su diseño se hizo de manera abierta, permitiendo al cliente participar desde la perspectiva de su actividad artística a través de una constante comunicación. El objetivo era tener una casa para convivir con el arte, con piezas que no solamente decoran, sino que moran en el espacio. La construcción debería ser, al mismo tiempo, una escultura habitable, una expresión arquitectónica concebida desde su utilidad, pero también desde la potencia de sus formas y lo singular de su geometría.

La influencia de la artista brasileña Lygia Clark en el proyecto es evidente. La atracción de Vera por las estructuras triangulares que Clark utilizaba para su obra define las fachadas en panelería seca y los soportes de la casa. Asentada sutilmente sobre una base de concreto revestida con piedra oscura, la construcción se levanta del suelo sobre un pedestal que la destaca en su entorno, casi como una pieza de papel doblado sobre una mesa. Una vez adentro, el espacio parece estar apenas definido por un perímetro cerrado parcialmente. Los ventanales, también triangulares, recortan el paisaje exterior y lo dejan ver de manera intermitente.

La nave que contiene a la zona social es alargada. Su doble altura permite una relación visual con un corredor aéreo en el segundo nivel que mira sobre el vacío del primer piso. Un estudio y una biblioteca aparecen colgados de la cubierta, suspendidos dentro de este recinto monumental. Las habitaciones ocupan un segundo cuerpo que se acerca a la vegetación inmediata. Los baños gozan de jardines interiores iluminados por tragaluces que aparecen como pequeños volúmenes en la cubierta.

En todo el centro de la casa el cuarto principal, ubicado en la planta superior, goza de una posición privilegiada articulada visualmente con todas las áreas de la residencia, además, mediante un giro en la geometría se rompe la volumetría de la vivienda para generar un balcón privado a la altura del follaje al que se enfrenta.

Nuevamente afuera, haciendo eco a la casa misma, una escultura de la artista peruana Verónica Wiese se posa dentro de un espejo de agua sobre la plataforma pétrea que sostiene a la vivienda. El proyecto es al mismo tiempo, y de manera categórica, una galería y una residencia que se presenta como una figura abstracta sobre un fondo ajardinado. Sus quiebres y sus ángulos buscan la luz y el paisaje como testigo de una arquitectura que opera en la confluencia entre lo emocional y lo pragmático.

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